2.3. El caso europeo. Diferencias en el consumo del arte entre la Europa mediterránea y la Europa septentrional.

Todas las generalizaciones, como esta que ahora mismo escribo, tienen un gran componente de mentira; de hecho son los tópicos, auténticos aristócratas del mundo de las generalizaciones, los encargados de definir, desde cierta falsedad, las diferentes culturas, nacionalidades y regionalismos a base de una sorprendente combinación de realidad, banalidades, tradición, arquetipos y rencillas vecinales. Un lugar común de estos tópicos es señalar el talante individualista y egocéntrico de los latinos, de los mediterráneos, y solventar la descripción para centroeuropeos y escandinavos expresando su respeto hacia la cosa común, su interés por el bien público, su exquisita educación en la relación colectiva y su inmejorable predisposición para el trabajo en equipo.

Los europeos meridionales somos una especie singular que posee algunos de los atributos más peculiares de nuestro continente. En España, uno de los principales exponentes de esta personalidad latina y mediterránea -y a pesar de las múltiples nacionalidades que la componen- se pueden apreciar muchos de estos caracteres diferenciales, en parte tópicos insufribles y generalizaciones vacías y, en otra, verdades palpables y evidentes. Uno de estos habituales tópicos medio verdad dice que, el nuestro, es un país donde abunda el sibarita, una estirpe de bon vivant que ha aprendido, sin mucho esfuerzo, el arte de disfrutar de la vida: nuestra gastronomía, nuestra tendencia a trasnochar con cualquier excusa, nuestra afición por la fiesta, la siesta, el sol, la playa, la belleza, las artes y cualquier otra manifestación cultural o de ocio, nos coloca en uno de los primeros puestos de este exclusivo y epicúreo escalafón de gourmet.

Pero en cuestiones, no ya de arte, si no de su difusión y exhibición, nuestra habitual intuición para detectar el placer en potencia y acomodarlo a nuestro deleite, creando espacios lo más adecuados posibles para su disfrute, queda, por lo menos, en entredicho. Efectivamente, en lo que se refiere a estos centros mediadores -llámense museos o no- las barreras que se interponen entre el espectador y el arte son, en muchas ocasiones, evidentes. Nuestros museos -llamémosles en genérico y definitivamente museos- parecen ajustarse mejor a su labor conservadora, catalogadora y meramente exhibidora, que a la dimensión humana que también les es propia: el uso y disfrute público del arte y de la oferta que debería serle complementaria.

Aquí, muchos, asocian la visita a un centro expositivo con una experiencia aburrida y estática, y es precisamente este tedio contra lo que primero deben luchar estos lugares. El Museums Quartier de Viena, por ejemplo, nos señala un camino multidisciplinar y mestizo para salvar este problema, configurando, para ello, un enorme espacio común, híbrido y dinámico, donde el MUMOK, el Leopold Museum y la Kunsthalle, tres de los centros artísticos más importantes de la ciudad, se interrelacionan con ofertas tan variadas como salas de conciertos, cine, bar nocturno con cabina de DJ, cafeterías, restaurantes, librerías especializadas, galerías privadas y espacios alternativos de arte, tiendas de diseño y diseñadores de todo tipo, en un auténtico complejo de ocio cultural de calidad, que conecta, a la perfección, con los parámetros de la sociedad actual: una oferta plural que permite desde un consumo en pequeñas dosis hasta aprovechamientos mucho más sosegados y profundos.

Pero esta dimensión humana se habilita, no sólo con esta poliédrica oferta, si no con cierta sensibilidad en otras cuestiones adyacentes como son los horarios o los servicios complementarios: propuestas culturales al caer la tarde e, incluso, con nocturnidad y alevosía; decisiones como la de Berlín, Viena o Amsterdam de abrir los espacios, al menos una vez por semana, en un horario mucho más amplio; o centros como el Hamburger Bahnhof de Berlín en el que el propio recorrido expositivo se intercala con apetecibles cafeterías en las que descansar de tanto y buen arte; o museos en los que, al final del camino, encuentras un acogedor espacio con confortables sillones en los que poder tomarte un té mientras consultas todas las publicaciones que el centro ofrece -por cierto sin esa cuerdecita que suele atarlas a las mesas de nuestros museos-… factores todos que terminan de perfilar esta adecuada sensibilidad humanista: con el hombre y por el hombre.

Puede ser que sea la diferencia de talantes, un planteamiento más colectivo del disfrute de la cultura como bien público o un respeto bien entendido de los derechos de uso del prójimo, lo que les ha permitido alcanzar esta concepción del arte, y su consumo, más completa. Nosotros, de momento, estamos a una considerable distancia de ellos en lo que a gestión y, fundamentalmente, concepción de estos espacios se refiere y, la realidad, es que todavía nos queda cierto camino por recorrer.

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