3. El crítico y su perturbador y extraño papel.

El arte contemporáneo no podrá pasar ya de la complacencia de esos críticos de arte que nos dirán qué es el arte, sencillamente porque el arte se habrá convertido en desconocido[1].


La contemporaneidad, en una evolución potente e incontenible de medios, técnicas, tecnologías, información y conocimientos, va extendiendo y multiplicando sus infinitos brazos. Una singular revolución que no sólo nos aporta innumerables posibilidades, si no que también nos roba cierto grado de certeza: todo está al alcance de cualquiera, pero los criterios para su asimilación, su crítica o su disfrute, son cada vez más difusos, la mentira está ahí fuera y sus disfraces son cada vez más convincentes.

Y es que desde hace algún tiempo la evaluación de las piezas de arte se ha separado del monopolio exclusivo que ejercían valores supuestamente objetivos –que en cierta medida facilitaban su análisis- como la belleza o la calidad técnica. Todo ello sigue existiendo, no hay duda, pero además comparecen otros factores entre los que destaca la mera expresión de una idea o la plasmación sin más de un concepto sin necesidad de una justificación estética ni un concreto virtuosismo técnico. Arte puede ser cualquier cosa o, quizá, casi ninguna, y esta heterogeneidad -auténtico exponente de la multiplicidad del arte contemporáneo- unida a los afectos, querencias e intereses de los propios críticos, son los principales aspectos que pueden dificultar su labor.

El otrora poderoso papel del crítico de arte formador de conciencias -intelectuales y estéticas- que ayudaba en los salones de pintura a desentrañar la irrupción del arte moderno, ha pasado a ocupar una posición más ambigua: el arte contemporáneo nos ha sumido en un estado de duda sobre los criterios para su evaluación, poniendo en cuarentena la credibilidad de las opiniones que sobre este tema se vierten. En el texto Los cornudos del viejo arte moderno[2], Salvador Dalí señalaba, con clarividencia, cuatro de esas mentiras con las que los críticos de arte -y con ellos todo el carro del que tiran- habían sido engañados por la modernidad: por la fealdad, por lo moderno, por la técnica y por lo abstracto. Cuatro cuernos bien puestos que el arte contemporáneo le había colocado a los sesudos críticos y que dejaban patentes la inconsistencia[3] de los nuevos criterios para la evaluación de las obras de arte.

Es por ello que una de las mayores dificultades que encontramos en el peculiar y complejo panorama del arte contemporáneo y, por supuesto, de su crítica, reside en la necesidad de diferenciar todas estas falsedades que, acompañando alguna verdad, comparecen en este singular mundo. Las intenciones de estas mentiras pertenecen a un variado catálogo, prácticamente insondable, donde se dan cita imposturas como las de dotar de contenido conceptual un determinado descubrimiento estético, alcanzar un refinamiento teórico del que se carece casi por completo, ver más allá de lo que realmente se ha visto, aparentar lo que no se es, camuflar el azar como si fuera una profunda y reflexiva investigación, acomodar la propia obra a los gustos de la moda, dejarse seducir por la tecnología sin atender al contenido, buscar lo feo o lo desagradable con el único ánimo de impactar, permitir el perverso compadreo entre crítico y artista, manipular la crítica en base a intereses comerciales o, simplemente, crear lo que otros quieren que sea creado y no lo que, en realidad, uno mismo está buscando. El crítico a veces tropieza –otras cae deliberadamente- en estas situaciones y, no siempre, es capaz de salir airoso.

[1] Virilio, Paul. Lo que viene, Editorial Arena, Madrid, 2005, p.51.
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[2] Dalí, Salvador. Los cornudos del viejo arte moderno, Tusquets editores, Barcelona, 1990.

[3] Sobre esta pérdida de consistencia Charles Saatchi señala en “El coleccionista”: Ahora disfrutamos del espectáculo que ofrecen los críticos al desmayarse de placer ante la obra de un artista, una vez que su respetabilidad ha sido confirmada por consenso y por una exposición de alta categoría, la misma obra del artista que habían ignorado o ridiculizado diez años antes. Deben vivir angustiados con que una mala bestia publique sus recortes de antaño. (Texto recogido en Coleccionar arte contemporáneo de Adam Lindemann, Taschen, Colonia, 2006, p216).

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