1.1.1. El ejemplo –y el mal ejemplo- instalador.

A la misma y frenética velocidad con la que se van descubriendo y describiendo remedios y vacunas para los males más insospechados, estos mismos males, en una hábil mutación, progresan, se desarrollan y se transforman en nuevas y más resistentes variedades de la enfermedad de la que traen causa. El arte contemporáneo, atento a la realidad que lo envuelve y con esa extraordinaria capacidad de absorción que lo define, siempre ha asumido las influencias más positivas pero también los contagios más crueles, auténticas degeneraciones de unas simientes que, en muchas ocasiones, eran portadoras de una interesante idea.

Así, el concepto de instalación surgido, entre otros motivos, con la intención de desacralizar los espacios del arte y por la pretensión multimedia de trascender los límites clásicos de la escultura, se ha ido constituyendo como una técnica cada vez más importante en el seno de los nuevos parámetros del arte contemporáneo. Un potente recurso que se vale a la perfección de todos los medios que el hiperdesarrollado mundo actual va dejando a nuestro alcance y que se convierte en una de las formas de expresión más adecuadas para la cultura visual, conceptual y artística que nuestra época va tejiendo. Pero cuando un lenguaje empieza a alcanzar su madurez[1], sin solución de continuidad, también comienza a generar sus propias perversiones: unas vulgares degeneraciones que, en el caso de las instalaciones, se consolidan en algunas manifestaciones vacías, pretenciosas o redundantes. Y es precisamente esta gripe instaladora, genuina aberración del concepto de instalación más sublime, contra la que debemos vacunarnos.

Es evidente que el nuevo concepto de escultura está variando a la misma velocidad con la que cambian todos los parámetros del arte contemporáneo y el escultor comprometido en extraer, a base de técnica, genio y fuerza, el precioso contenido que albergan materias como la piedra, la madera, el metal, el barro o la cera, sufre la desigual competencia del nuevo creador que articula su discurso escultórico -llamémosle mejor discurso tridimensional- en base a construcciones de carácter más plural, más etéreas y menos materiales. Unas piezas que recurren a elementos no tan nobles, jugando, en muchos casos, con objetos preexistentes que el artista ensambla y que se encargan de conformar una genuina metáfora de la miscelánea en la que, el mundo moderno, se ha convertido.

Un mundo donde hay mucho de todo y donde ese todo prefabricado se constituye en vehículo suficiente para, con sus múltiples combinaciones, expresar cualquier cosa. Cada vez en más ocasiones la escultura moderna, y su derivado multimedia en forma de instalación, asumen las maneras de un auténtico collage en tres dimensiones, expresión de aquello en lo que el hombre contemporáneo se está transformando: un individuo influido por la cultura superfragmentada que lo envuelve y lleno de todos los remiendos que los medios de masas, la cultura enlatada y la globalización quieran ir zurciéndole.

El problema de estas creaciones, algunas de gran calidad, otras, víctimas de la omnipotencia tecnológica, es que su laxitud permite el acceso de gran cantidad de obras sin consistencia ni contenido en las que el pretendido artista se afana en unir, sin apenas criterio, un poco de aquí y un poco de allá. Una inquietante alusión a la sociedad actual donde coexisten una hiperabundancia de medios e información, pero donde el creador prescinde, en más ocasiones de las deseables, de la profundidad y del rigor necesarios para dotar su obra del mínimo de contenido que debiera ser preciso.

[1] Como indica Ranciere refiriéndose a la evolución del concepto de instalación: Todas esas instalaciones jugaban entonces sobre lo que treinta años antes había sido el resorte de un arte crítico: la introducción sistemática de objetos y de imágenes del mundo profano en el templo del arte. Pero el sentido de esta mezcla ha cambiado radicalmente. Antes, el encuentro de elementos heterogéneos buscaba resaltar las contradicciones de un mundo dominado por la explotación y quería cuestionar el lugar del arte y de sus instituciones en ese mundo conflictivo. Hoy día la unión de elementos heteróclitos se afirma como la operación positiva de un arte que archiva y testimonia un mundo común. (Ranciere, Jacques: El viaje ético de la estética y la política, Ed.Palinodia, Santiago de Chile,2005, p.37).

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