1.1. La cegadora omnipotencia tecnológica.

Pude ser que uno de esos múltiples engaños que la contemporaneidad ha ido tejiendo -camuflándolos como ventajas- sea ese moderno empacho de posibilidades donde todo queda al alcance de cualquiera, una inquietante oferta que nos confunde con la misma fuerza y a la misma velocidad con la que nos pretendía ayudar. Así, la infinita gama de opciones que se abren ante el ser humano -en general- y ante el creador plástico -en particular- lleva tiempo produciendo tal saturación de alternativas que, a veces, ni el artista se halla a sí mismo ni el espectador, por supuesto, lo encuentra.

En una época donde la potencia de los medios creativos es prácticamente ilimitada y donde cualquiera puede hacer casi todo, algunos se encuentran perdidos en la técnica sin encontrar la idea. En bastantes ocasiones confundimos ser con parecer y, en realidad, no todo lo que pretende ser una creación artística tiene verdadero sentido, hay mucho efectismo, mucha consigna preestablecida y mucha pose de artista moderno que, precisamente, quiere parecer lo que no es.

Toda la infraestructura tecnológica del arte se aprovecha de estos incautos seducidos por la modernidad y les vende su producto, asegurándoles que, en esta espiral de omnipotencia tecnológica, todo está en su mano, convenciéndoles con lo superficial y sin dejarles conocer su verdadera esencia creativa. Una metáfora sobre la sociedad moderna, real como la vida misma, y sobre quienes la componen: unos seres humanos –artistas incluidos- a los que el desarrollo tecnológico ha convertido en aparentes superhombres, aunque esto, en realidad, no sea más que una ficción que las máquinas y su increíble poder han ido generando. El hombre ha trascendido sus propios límites y, en muchas ocasiones, comparece totalmente desbordado, alienado o en un estado de absoluta esquizofrenia.

El engaño en el que esta sobredosis de tecnología ha sumido a la crítica y al público es que la valoramos por ella misma y no por sus verdaderos resultados, es la tiranía de la técnica por la técnica. Importa el producto final, pero también el haber empleado los medios más vanguardistas, más complejos y más a la última, independientemente de que tu creación sea completamente estúpida. El arte se convierte en algo superfluo cuando se pone al servicio de la técnica, asumiendo las coordenadas que el medio le dicta y sometiendo sus formas y contenidos a los propios de la tecnología empleada; así, el pretendido artista, obtiene resultados mucho más apreciados en función del desembolso tecnológico que realice –casi siempre parejo al económico- generándose la paradoja de valorar mejor una producción por el simple hecho de ser más cara, de contar con más medios, sin ni siquiera entrar a cuestionar su contenido.

En realidad –y como siempre ocurre- será el paso del tiempo el que nos dotará de la suficiente perspectiva para evaluar, en su justa medida, toda esta saturación de piezas que nuestra ultratecnológica contemporaneidad ha ido generando y, desde ese ángulo privilegiado que da el devenir, se tendrán más elementos para decidir qué obras son meros excesos técnicos, divertimentos vacíos que la omnipotencia de los propios medios ha producido y qué piezas se insertarán, con una importancia u otra, en el seno de la historia del arte.

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