1.5. La tradición, la inspiración, las influencias, la intertextualidad, la copia y el plagio.

Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria. No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.[1]

“… mi problema es harto más difícil que el de Cervantes –pone Borges en boca de Menard- mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco ‘à la diable’, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea (…) Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable (…) a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote”.[2]

La realidad es que sólo el hombre sabio es capaz de reconocer, sin pudor, de dónde viene, hacia dónde va, quién le acompaña, el porqué de esta compañía y, lo que es más importante, sus propias carencias con el ánimo de superarlas. Sólo sé que no sé nada, decía el filósofo en un gesto de sabiduría y humildad, y es que lo críptico, el ocultismo y un determinado misterio que algunos artistas practican, no son otra cosa que ciertos síntomas de debilidad, unas corazas de las que muchos se sirven para evitar que la crítica y el público perciban lo endeble de sus argumentos, la falta de rigor de sus contenidos y la escasa profundidad en la asimilación de sus fuentes; una asimilación que se configura, en bastantes ocasiones, como una mera aproximación a la forma, prescindiendo de la idea esencial, acercando el producto a la burda copia y renunciando a las oportunas investigaciones que, sin duda, el creador debería haber emprendido.

Estos copiones, como señala Fernando Castro Flórez, suelen tener un sentimiento amoroso hacia el arte, nada iconoclasta ni resentido, sino el de alguien que intenta ajustar, como buenamente puede, la angustia de sus influencias[3], sin embargo, el problema, según Rodrigo Fresán, es que los plagiarios plagian por amor al arte, pero sólo desean que sus productos sean entendidos como invenciones[4] y por este motivo es por el que intentan, casi siempre, ocultar las fuentes de las que beben. Por el contrario, el artista que ha alcanzado la madurez en su lenguaje y contenidos, el que tiene perfectamente asumidos los parámetros por los que fluctúa su arte, no tiene ningún problema en señalar -agradeciéndolo- quién y qué le estimula en este peculiar viaje creativo lleno de encuentros y desencuentros. Es por ello que el creador maduro, contándonoslo con la humildad del sabio, mete sus manos en los bolsillos de la historia del arte, pero no en unos bolsillos cualesquiera, si no en los que le indique su peculiar forma de ver, sin buscar la repetición insustancial ni la copia soez, sino aportar, crecer y, por supuesto, crear.

Y es que en estos tiempos en los que parece que todo está dicho, en los que la plástica -creación sobre creación- lleva cientos de años acumulando sus producciones, la tenue frontera que separa el plagio de la inspiración, es recorrida, en todos sus abundantes matices y sus múltiples sentidos, por cada uno de nuestros artistas contemporáneos. Siguiendo la idea de Bergamín de que, en el arte, lo que no es tradición es plagio, los límites entre ambos conceptos se vuelven cada vez más difusos. Todo se parece a algo, sea tradición o no, y, desde la fuente de inspiración primordial hasta la más sencilla influencia, la cita intertextual, o la burda copia, el abanico de opciones se extiende prácticamente hasta el infinito, complicando sobremanera la posibilidad de distinguir lo insustancial de lo válido.

De hecho puede ser que sea la cultura en sí misma, con todo su repertorio de imágenes y conceptos, el nuevo y poderoso medio de expresión del arte: todas las creaciones anteriores puestas al servicio de los nuevos artistas, a la manera de un catálogo insondable donde se puede obtener la materia prima para seguir creando. Un recurso potente que parte de las numerosas aportaciones que se han ido sumando con el devenir del tiempo, algunas sin duda geniales, otras no tanto, y, a la vez, un recurso diabólico extremadamente peligroso que puede hacer caer al creador en trampas evidentes como el vulgar apropiacionismo, la simple repetición insustancial o el burdo collage de elementos destemplados en el que, el artista, se constituye en un mero seleccionador –en un remixador- seducido por la espléndida potencia de lo ya creado.
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[1] Borges, Jorge Luís. “Pierre Menard, autor del Quijote” en Narraciones, Salvat Editores, Barcelona, 1970, p.86.

[2] Borges, Jorge Luís. “Pierre Menard, autor del Quijote” en Narraciones, Salvat Editores, Barcelona, 1970, p.89.

[3] Castro Florez, Fernando. “¡Qué pantano!” en Espai Quatre 05, Ajuntament de Palma, Palma de Mallorca, 2006, p.168.

[4] Fresán, Rodrigo. “Apuntes para una teoría del espejo negro” en Plagiarismos, La Casa Encendida, Madrid, 2005, p.21.

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