7. Uso y abuso político de las propuestas artísticas.

Querido Wolf, tras analizar la situación histórica presente, encuentro repulsivo jugar con el viejo artefacto happening para divertir a las clases dirigentes... La vida real es el único lugar para crear el cambio. Sinceramente tuyo, Lebel[1].

Desde el inicio de los tiempos el ser humano se ha empeñado en tratar de convencer a sus congéneres de la bondad de sus ideas, del beneficio de adquirir sus productos o de la falsedad o ineficacia de las fórmulas propuestas por los otros. Para estos fines tan evidentes y, a la vez, tan esenciales de nuestra conducta, el hombre se ha ido valiendo de todos los medios, cada vez más numerosos y potentes, que va teniendo a su alcance, y el arte, sin duda, ha sido uno de los más eficaces.

Política y religión siempre han percibido, con meridiana claridad, la enorme facultad persuasiva, la indudable capacidad seductora y la fuerza formadora de conciencias que el arte posee. Dos inteligentes superestructuras que, casi por propia definición, tratan de que una serie de privilegiados individuos convenzan a otros muchos -no tan privilegiados- de la idoneidad de sus ideas: a veces, las menos, amparados en el propio rigor, certeza o justicia de las mismas, y otras, las más, recurriendo a técnicas más sibilinas, solapadas o dudosas. Y es que desde que el hombre es hombre, políticas y religiones, se han ido sirviendo del arte para comunicar, convencer, adoctrinar e incluso imponer su voluntad, censurando, a la vez, cualquier manifestación artística que no beneficiara sus principios y, sobre todo, algunos de sus más tristes finales.

Y así, en esta era nuestra donde las palabras son más grandes que las ideas, el poderoso rodillo envilecedor de la política también pasa sobre el arte. Aprovechando la evidente dificultad de las plásticas para generar recursos propios con los que financiar sus proyectos, el gremio político, percibiendo la necesidad, cambia dinero por publicidad. El problema, como siempre, es que esta peculiar transacción no se queda ahí: la ingerencia de los políticos, en muchas ocasiones sin formación suficiente para gestionar presupuestos dedicados al arte, genera una serie de perversiones y malformaciones que terminan entorpeciendo el ámbito de la creación, cuando, su primera intención, debería ser lubricarlo.

Estas anomalías alcanzan su máxima expresión en patologías como el paletismo interesado, donde el político-financiero decide sufragar, casi en exclusiva, los proyectos de sus conciudadanos –y posibles votantes- generando una rancia endogamia nada enriquecedora; o, como ya señalaba Sánchez Ferlosio[2], la actomanía, donde la cultura queda reducida a la mera celebración de acto cultural, o lo que es lo mismo, identificada con su estricta presentación propagandística –la más llamativa pero la de menor contenido-.

Es precisamente esta evidente fuerza publicitaria que beneficia al pagador del evento la que produce una curiosa tercera patología: el llamado síndrome del euro restante[3], una enfermedad que se agrava al final de cada legislatura y donde los políticos, a pesar de haber defendido la estrechez de su presupuesto, multiplican los dineros en este sprint final, lanzándose, alocadamente, a financiar cualquier cosa que genere una buena foto y sin reparar, en muchos de los supuestos, en la necesaria calidad del proyecto.

[1] Carta con la que J.J. Lebel contestó, en 1970, a W. Vostell tras recibir la invitación de este último para participar en la exposición Happening & Fluxus y que tuvo lugar en Colonia. (Texto recogido en Marchán Fiz, Simón. Del arte objetual al arte de concepto. Epílogo sobre la sensibilidad postmoderna. Ediciones Akal, Madrid, 2001, p204.

[2] Sánchez Ferlosio, Rafael. La cultura, ese invento del Gobierno, El País, 22 de noviembre de 1984.

[3] Reig, Rafael. Sala segunda de lo cultural: gestores culturales, El Cultural, 21 de diciembre de 2006. p33.

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