2. El público y su ausencia.

La culpa es nuestra, algunos artistas, galeristas, críticos o comisarios, nos hemos empeñado, de manera deliberada o inconsciente, en anteponer ciertas barreras intelectuales e incluso emocionales entre el arte contemporáneo y el espectador. Los temas, sus enfoques crípticos, las complejas formas, un premeditado misticismo, ciertas ansias mal entendidas de diferenciarse, la voluntad de crear elites y un ánimo exclusivo de dirigirse a ellas, han provocado que, en numerosas ocasiones, el arte se distancie de la gente. Se entiende que el arte es, fundamentalmente, un medio de expresión y comunicación, y que el creador, el crítico, el comisario, ¡faltaría más!, deben contar lo que les dé la gana y a quienes más les plazca. El problema, como en tantas otras cosas, es la falta de sinceridad: cuando se fuerza la obra con la voluntad de aparentar algo que no se es, cuando se crea condicionado por parecer más moderno, más sesudo, más alternativo, más trasgresor, más enigmático o simplemente inaccesible, sin corresponderse con su verdadero carácter, entonces surge el conflicto.

Y puede resultar extraño que en un mundo como el de la plástica –de una evidente sensibilidad humanista- se evolucione por sendas que, poco a poco, vayan separándose del que debiera ser uno de sus principales elementos: el público. Efectivamente, mientras que cualquier otro sector -sobre todo si de creación, producción y comunicación se trata- tiene claro que renunciar al interlocutor, a la gente, es renunciar a gran parte de la viabilidad del proyecto; somos los del arte los que, precisamente, parecemos no tenerlo tan claro y optamos, en muchas ocasiones, por levantar algunos muros que en lugar de democratizarlo, lo reducen en su difusión y lo limitan en su propio mercado, cerrando muchas de las puertas que, en realidad, hubiésemos tenido que abrir.

No hace falta ser un gran experto en geometría para saber que la estabilidad de la mayoría de cuerpos va en función de las proporciones de su base, y no hace falta ser un gran sociólogo para tener claro que gran parte de las estructuras humanas –arte incluido- se rigen por estas mismas coordenadas. El aplomo de las cosas más sencillas y el equilibrio de las organizaciones más complejas pasan por poseer unos sólidos cimientos donde cada cuerpo, estructura y superestructura, entra en contacto con el lugar –físico o intelectual- que le da vida, para ir ascendiendo, ramificándose y mutando, hacia todos sus múltiples objetivos y algunas de sus más variadas e inevitables perversiones. Así, muchas expresiones humanas parecen tener bien entendido este concepto y buscan, con todos los recursos a su alcance, un sustrato humano que sostenga el desarrollo de sus contenidos, tratando de cimentar una bien diseñada pirámide –quizá la figura más estable- donde la potencia de su base, de su público, permita la evolución de sus proyectos.

Sin embargo algo falla en las plásticas. Nosotros, los del arte, pareciendo tipos listos hemos resultado ser los más tontos, no hemos sabido darnos cuenta que en nuestro circuito de propuestas, de galerías, de centros y de museos, tan impecablemente diseñado, muchas veces falta lo esencial, la figura del aficionado-consumidor-espectador de arte, y nos hemos entretenido en construir una peculiar pirámide invertida que, como todas las de su especie, difícilmente se sostiene. Olvidarse de la gente es, sin duda, un error imperdonable.

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