3.3. El deslumbrante resplandor de lo nuevo.

En la prensa los especialistas han dejado de forma paulatina de emitir juicios argumentados para dedicarse a describir las obras o a explicar su elaboración, porque lo que cuenta hoy en día ya no es la obra en sí, sino el proceso creador del artista. Lo importante es apostar por lo nuevo y justificarlo, sin cuestionar su contenido, ya sean las rayas de Daniel Buren, los platos rotos de Julian Schnabel o la ternera en formol de Damien Hirst[1].

La tentación de lo nuevo, de las últimas tendencias, puede deslumbrar hasta la ceguera con su potente estallido inicial. Ni artistas, ni críticos, ni por supuesto espectadores, están a salvo de esta explosión perturbadora que puede arrastrarles, influyéndoles en su creación, confundiéndoles en su evaluación y embriagándoles con su novedad. Es evidente que lo nuevo no tiene porque ser malo, pero también es cierto que la novedad da un plus seductor que luego puede no corresponderse con el verdadero vigor del recién parido concepto.

Uno de esos lugares comunes que contiene la crítica artística, y que sirve sin duda para resolver cualquier incertidumbre, es el que se refiere a la perdurabilidad de las obras en la historia, a su vigencia y a como el paso de los años irá afectando a su modernidad. La convención, no exenta de verdad, señala que por las creaciones de calidad el tiempo transcurre de manera menos evidente, sin apenas afectar su genuina esencia y manteniendo gran parte de los valores que la definían y definen como una pieza actual. El problema concurre en las obras cuyo desfase se pone de manifiesto notoriamente, este desajuste es el encargado de descubrir artistas que se conformaron con seguir modas y esnobismos de relumbrón y que prometieron, en su salida, mucho más de lo que terminaron cumpliendo.
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[1] Uberquoi, Marie-Claire. ¿El arte a la deriva?, Random House Mondadori, Barcelona, 2004, p13.

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